jueves, julio 14, 2005

Villegas , el aleonado

Transcribo aquí un artículo sobre el “libro” escrito ( o garrapateado ) por el zopenco de F. Villegas. Dice asi :
“Una amiguita de aquéllas intentó hacerme un regalo la semana pasada. “Como eres un escéptico y te ríes de todo el mundo, te viene perfecto”. Y me deposita en las manos, sin anestesia, el último libro de Fernando Villegas, El Chile que no queremos. Pasando por alto el garrafal error de pensar que los irreverentes y los irónicos somos todos iguales –juicio que no tiene asidero alguno, claramente-, y sólo con el ánimo de poder decirle algo sobre su bienintencionado presente a mi ocasional acompañante en nuestra próxima cita, comencé a leer. Hay que reconocer que no tenía grandes expectativas en el texto, de entrada, y a juzgar por otros artículos que le he leído al sociólogo y opinólogo de Chilevisión. Pero no me esperaba el poco rigor de las apreciaciones que desparrama página tras página. No es que haya algo de malo en la subjetividad -¿qué es esta columna, sino subjetividad pura?-; el problema está en hacer creer que sus apreciaciones tienen validez nacional. Su libro toma el nombre de una conferencia hecha hace unos meses, “El Chile que queremos”. Esta presuntuosidad en el nombre lo indigna, porque el “nosotros” que supone no incluye más que a unos pocos. Y sin embargo él, Fernando Villegas, inventa otro “nosotros”, en el que piensa, estamos representados todos los demás. No es así. Sus ejercicios de nostalgia sobre el Chile de mediados del siglo XX, ése en el que “se almorzaba en casa y se dormía siesta” parecen el preludio de un discurso reaccionario. Tanto es así que el apartado –que tiene el revelador nombre de “El paraíso perdido” termina preguntándose en qué minuto se nos jodió Chile. Ese Chile plácido y lento que tanto “nos” gustaba. Ése mismo Chile en el que los avances médicos eran tan pobres que cualquiera se moría de una gripe, en el que la escolaridad rural era un lujo, en el que muchos cabros chicos andaban a pata pelada en pleno invierno, en el que había gente que vivía en hoyos –reales, no metafóricos- cavados entre los cerros de las afueras de Santiago. En ese Chile se enclava el paraíso perdido de Villegas. En el capítulo III, y bajo el encabezado “Pobreza dura”, el aleonado de la tele habla en contra del clasismo, haciendo sarcasmo con la solidaridad de las clases más ricas, retratando de modo bastante sensato lo que sucedía hasta hace poco entre los ricos y los pobres. Es en este punto en el que nuestro autor contestatario pluraliza nuevamente sobre un tema que probablemente concierne a una minoría. Dice, riéndose de la benevolencia de los adinerados, “en las fiestas patrias nuestro padre o tío, abuelo o marido, en fin, el patrón, repartía algunos pesos, empanadas, se tomaba unas copas de tintolio con los peones y todos éramos parte de una gran familia”. Aunque el comentario está hecho para festinar con la falsa caridad de estos “patrones”, Villegas asume que todos los lectores tuvimos un tío, padre, abuelo o marido perteneciente a la casta de los “patrones”. No, Fernando. No todo Chile, y sobre todo, no todos los que estamos excluidos de la elite tuvimos un “patrón” en la familia. Mucha de la gente que hoy te lee es hija de empleadas de casa, nieta de minero, descendiente de sastre, de peón de fundo, de vendedor ambulante. Mucha gente de la que hoy se interesa por tus visiones, que se informa, que no quiere ser excluida, no pertenece a ese plural en el que nos incluyes a todos. Incluso, haciendo gala de la siutiquería que expresamente criticas en tu propio libro, y que caracteriza a esas generaciones que tanta risa te causan, hablas de “la gente humilde”, en vez de los pobres. Sí, Fernando: página 103, antepenúltima línea. Por respeto a “nuestros” lectores no me detendré en cada uno de estos aspectos que extensamente critica el escritor. Por cierto, con ejercicios de falsa modestia cada cierto trecho. Cada cierta cantidad de páginas, y después de desparramar “mierda con ventilador” a diestra y siniestra, como diríamos en buen chileno, aprovecha de salpicarse un poco él mismo. Incluso asegura que él evalúa su propio trabajo como panelista de “Tolerancia Cero” como un “cero a la izquierda”. Es decir, nada. Si realmente pensara lo que escribe, no publicaría un libro que ha sido anunciado con bombos y platillos y no estaría en cada librería en foto de tamaño natural anunciando su obra. Si realmente piensa que no le importa a nadie, que no escriba. Yo, Artemio Lupín, jamás habría leído El Chile que no queremos si no me lo hubieran regalado. Pero lo leí, y debo sugerirle al autor que si quiere cosechar éxitos por la vía editorial, debe tener cuidado con no morderse la cola. “Tanto la izquierda como la derecha (. . .) se han creado sus respectivas historias a las cuales asocian sus propias nostalgias”. Debería repetírselo a sí mismo. No pretendo defender el país contra el que Villegas despotrica. Concedo que existe el individualismo, el consumismo, que los mismos apitutados de siempre ejercen el poder y que por momentos parece haber pocas salidas. Lo que me molesta es que, sin rigor alguno, sin más información que la que recuerda caprichosamente, de su cerebro al mundo, un sociólogo conocido se dedique a hacer dividendos con un pensamiento nada original y varios chistecitos groseros. Me molesta que los jóvenes sean tildados de imberbes o individualistas sin más, y que los pocos que optan por la acción a través de organizaciones, iglesias o universidades sean los carentes de sentido que buscan llenar vacíos a costa de cualquier espejismo. Me molesta que Villegas, desde su cómoda tribuna, asegure que los que no participan son unos desaprensivos y los que participan, unos engrupidos. No creo, como él, que los conservadores se puedan reducir a cartuchos y los liberales a un grupo de enfermos a los que les gusta “ventear la raja” (en sus palabras). Apenas un par de páginas, casi de compromiso, dan cuenta de una cierta esperanza. Esperanza no detallada, tan vaga como el resto del libro. Y, Fernando, un par de precisiones: La invención de la tradición, de Hobsbawm, que citas como tan demostrativo y original en sus tesis, tiene sus antecedentes en autores como Benedict Anderson y su espléndido trabajo Las comunidades imaginarias (1983) o Pierre Nola y sus Lugares de la memoria (1989). Por último, debo contarte que la expresión en latín es “ad nauseam” y no “ad nauseaum”. A mi amiga le diré que agradezco el regalo, pero que la próxima vez se abstenga. No sé si este tipo de literatura es la que “queremos”. Mi salud mental y yo.”